Comunicar para cambiar
Judith Castillo
«…Y luego también está el XXXX pan», soltó uno de los participantes en una formación con mandos intermedios de distintas tiendas de una cadena de supermercados. Sonrisas cómplices: todas las personas en la sala sabían a qué se refería.
«No entiendo por qué nos piden esas hornadas de pan por la tarde. Generan mucho trabajo y siempre sobran barras. ¡Además, con el pan no se gana dinero!», se quejaba.
Otra persona, con más años en la empresa, le respondió: «El pan es un gancho, no es para vender pan. Si alguien entra a comprar pan, quizá también se lleve algo para la cena. Los chavales entran y compran pan y embutido y más cosas para hacerse un bocadillo. Y si hay más variedades de pan, la gente compra más. Ya lo he comprobado. Nosotros donamos lo que sobra a una ONG, ¿vosotros no hacéis eso?».
Se le cambió la expresión de la cara. Nadie le había explicado nunca el para qué de aquel fastidio diario.
Y así con otras cosas: cambios en el sistema de pedidos, nuevas colaboraciones con empresas externas, etc. En esa sesión, todas las personas compartían algo: estaban afectadas por los cambios, no les resultaban fáciles y, aun así, seguían esforzándose y metiendo más horas para sacar las cosas. Se notaba frustración.
En mis años de consultoría en gestión del cambio, pasaba meses en una misma empresa y todos los días pasaba horas con personas de todos ámbitos y niveles jerárquicos: operarios, administrativos, comité de dirección. Aprendí que muchas de las resistencias al cambio no son por mala intención. A menudo, ni siquiera son resistencias: son señales de desajuste. Y ambos lados de la jerarquía, desde donde actúan, “tienen razón”, porque el mundo se ve diferente según desde dónde lo mires.
Hay una gran diferencia entre cómo se vive un cambio diseñado desde la estrategia en los niveles jerárquicos altos y cómo se experimenta en el día a día de la operativa, el taller, una tienda o una oficina. Lo que para unos es un despliegue de un plan con objetivos y un para qué claro, otros lo viven como un cambio sobrevenido que les descoloca, sin ver o entender el mapa que conecta las piezas del todo.
Parte de esas tensiones podrían evitarse cambiando la comunicación. Me refiero a un cambio ya decidido, donde, por las razones que sean, no se quiere implicar o pedir opinión a la plantilla – que esa es otra modalidad. Aquí van tres principios que pueden marcar la diferencia:
- Mejor poco y a menudo que mucho y de golpe
La típica gran presentación al inicio del proyecto está sobrevalorada. Queremos comunicar todo de golpe – la intención es buena – pero no basta ni es efectivo. El lunes siguiente, cuando cada persona vuelve a su rutina, lo que le ha llegado, lo que ha entendido de esa información por un tubo, ya se ha diluido.
En lugar de una única sesión y luego casi nada, mejor momentos breves y regulares. Espacios para explicar, pero también para escuchar. Mejor aún si se adaptan al lenguaje y contexto de quien recibe la información.
Aunque parezca que el plan del cambio para los próximos 12 meses está bien atado, probablemente en un mes ya ha caducado. En comunicación, eso significa dejar de dedicar horas a preparar el plan perfecto para todo el año, y empezar a preguntarse: ¿Qué necesita saber mi equipo esta semana? ¿Con quién debería hablar hoy? ¿Quién está más afectado en este momento?
- Menos misas, más diálogo
No hace falta una presentación. El cambio real se da conversación a conversación.
Estas conversaciones (pueden ser cafés informales) ponen en valor a las personas y su papel clave. Muchas frustraciones no vienen del cambio en sí, sino de no sentirse tenidos en cuenta ante la dificultad: cuando se hacen preguntas, se suben dificultades, y se responde “Ahora hay que hacerlo así, es lo que hay” – es una respuesta más frecuente de lo que se piensa.
Cercanía es la clave. Esa cercanía, “bajar a la plaza” impresiona a algunas personas en niveles jerárquicos más altos. A veces la gerencia teme abrir la caja de Pandora – “si abrimos diálogo, igual no sabremos cómo gestionarlo, quizás nos piden soluciones o respuestas que no tenemos”.
Algunas preguntas útiles en esos espacios:
- ¿Qué está funcionando hasta ahora?
- ¿Qué te resulta difícil?
- ¿Qué necesitas para hacerlo bien?
- ¿Qué dudas o miedos tienes?
También son espacios para compartir dificultades y buenas prácticas entre pares. En procesos de cambio las personas necesitan compartir. Rascar lo que se esconde detrás de la queja y no tomarse las cosas de manera personal. Es mejor crear un espacio en el que las personas lo puedan hacer de forma productiva que de forma destructiva en la máquina de café. Son espacios que sirven también para reconocer el avance y el esfuerzo, para admitir que a veces no hay respuestas para todo lo que va surgiendo, pero que el objetivo, el para qué, sigue vigente.
Y siempre cerrar con dos recordatorios: por qué estamos cambiando y cuáles son los próximos pasos.
- Para hacerlo diferente, primero hay que saber hacerlo
Lo que parece resistencia puede ser, simplemente, no saber cómo hacerlo. Al cambiar la forma de trabajar, es posible que a las personas les falte conocimiento o práctica. Eso genera inseguridad. Y ante la inseguridad, es habitual protegerse con excusas o pegas.
Para que esa frustración no acabe convirtiéndose en una resistencia real, conviene empezar cuanto antes a formar, entrenar, practicar. Algunas personas, al pasar de expertas a aprendices, pueden sentir que su orgullo profesional está en juego. No pedirán ayuda fácilmente.
En todo proceso de cambio, después de meses, sigue habiendo quien no se ha enterado de la mitad, quien aún espera que todo vuelva atrás, quien sigue cuestionando. Algunas de estas personas serán verdaderamente resistentes, poniendo empeño “para que esto no funcione”. Para las otras, comunicar mejor, dialogar, formar más, reconocer puede ayudar a avanzar.
Subestimamos lo que cuesta cambiar.
En los procesos de cambio, el mapa no es el territorio. Vale la pena acercarse más al territorio.
¡Feliz semana!